sábado, 22 de septiembre de 2012

Un buen desayuno.

Y ahí estábamos, riéndonos. Como si nos conociéramos de toda la vida y en realidad llevábamos hablando diez minutos. Se llamaba Javier, y era profesor de Filosofía en mi instituto. Intentaba prestar atención a sus palabras, pero cada vez notaba más húmeda la entrepierna. Ya nos habían traído el desayuno: dos cafés y una selecta bollería. Cualquiera habría estado pensando en que sabor tendría cada tipo de bollo, pero yo sólo pensaba en como de grandes serían los baños de aquel bar y de si entraríamos los dos.
- Disculpa un momento Laura, tengo que ir al baño. Demasiados cafés esta mañana - y volvió a enseñarme esa sonrisa que me dejaba sin aliento.
Intenté no pensar en que iba al lugar donde yo quería verle, y di un mordisco a un croissant con la intención de desviar mi mente del sexo. Pero el intento fue en vano. Me levanté bruscamente y me dirigí al baño, a su encuentro. Mi corazón palpitaba acelerado. ¿Y si me rechazaba? No, eso no podía pasar. Nunca nadie había podido ignorar mi cuerpo y mis encantos. Atravesé el bar con prisa, y crucé la esquina que ocultaba los baños de la vista de la gente. Me situé fuera del de caballeros. Al otro lado estaba él, con su sonrisa y sus ojos. Con su pelo y su voz. La puerta se abrió bruscamente y nos tropezamos de cara. No sabía que debía hacer.
- El baño de chicas es el de enfrente. - Y volvió a enseñarme esa puta sonrisa que me volvía loca.
Así que no tuve más remedio que lanzarme a sus brazos, besándolo mientras descargaba todo ese deseo que había acumulado desde el momento en el que había mirado a sus ojos. Como me temía, el no pudo resistirse y me besó con la misma fuerza. Parecía que sus manos buscaban algo en mi cuerpo, pero no lo encontraban. Me recorrían de arriba a abajo, de delante a atrás. Todo esto mientras su respiración se aceleraba más y más. Le empujé hacia dentro del baño, y cerré la puerta con la pierna. Mientras tanto él me arrancaba como podía la camiseta y yo le desabrochaba los infinitos botones del pantalón. En unos segundos el atacó el mio, que pronto voló hasta el lavabo, seguido de su camisa. Mi espalda colisionó contra la pared, haciendome emitir un gemido que él me calló con un beso lleno de fuego. Un fuego que recorría mi cuerpo y que lo impregnaba todo. Su boca se deslizó por mi cuello mientras sus manos se peleaban con el broche de mi sujetador. Cuando por fin ganó la pelea, note sus labios en mis pechos. La pared y mi espalda se hicieron una. Ya no sentía el frío de las baldosas, sólo la pasión que me aturdía. Así que me limité a dejarme llevar. Como había hecho otras muchas veces.

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